domingo, abril 03, 2016

Selección natural *


En algún viaje a la costa patagónica, un lugareño me aconsejó no rozar ni por casualidad la fauna marina del lugar.  Aunque no tenía en mis planes acariciar ningún pingüino o cetáceo, esa persona me dio buenos motivos. Si uno tocaba un pingüino, por ejemplo, confiscaba su destino social: intervenía de tal modo en su tejido que luego podían no reconocerlo y excluirlo. Esta idea –que el hombre condena al animal al dejar una huella en su imagen olfativa- me acompañó desde entonces y naturalizó visiones de lo más cruel. En Puerto Pirámides, observé horcas que se dejaban arrastrar hasta la costa con la marea y a velocidad relámpago atrapaban lobitos marinos entre sus fauces para luego retirarse con la resaca del oleaje.

Años más tarde, en alguna sesión de buceo en el Mar Rojo también presencié escenas de depredación submarina típicas. Pese a que esos episodios para mí estaban desenfocados siempre por cierta compasión hacia la especie más débil, la muerte no representaba un absurdo y presenciar el espectáculo transparente de la cadena de depredación y selección natural fue una experiencia única. Observar las defensas contra la depredación que las especies más débiles desarrollaban en el mundo submarino resultó todavía más fascinante: peces que para sobrevivir repentinamente se transforman en fósiles en el fondo del mar o se mimetizaban con  una planta. Cierta mañana, sin embargo, aparecieron en la orilla un grupo de cazones descabezados que el centro de buceo se ocupaba de criar y alimentar. Tras indagar, me enteré que se trataba de una venganza de pescadores beduinos. Una muestra gratuita de poder ante una población ajena a sus costumbres. Decapitaciones que no entraban en la cadena de la depredación sino en el negocio de la exhibición y el chantaje.  

Ya no es novedad a esta altura, pero la muerte de un delfín bebé a manos de groupies espontáneos de la fauna marina en Santa Teresita conmocionó a la opinión pública y podría también encasillarse en el negocio de la exhibición. Entre los apenados estuve yo. Las fotos que circularon en las redes mostraban a una multitud disputándose el cuerpo de ese lustroso cetáceo indefenso, como si se tratara de un nuevo Mesías, sólo para obtener una selfie.  En algún blog leí que el sacrificio de esta cría simbolizaba un cambio de época. Era un tipo de víctima diferente y podía considerarse, en el inconsciente colectivo, una manifestación de la torpeza que acompaña a este gobierno. En la línea de los despidos seriales ejecutados incluso sin respetar esa selección natural de corte empresarial tan ponderada por el Pro –talento, capacidad, liderazgo -, con el modus operandi de un patrón de estancia que supone tautológicamente que sus peones son vagos por ser peones o por afiliarse a un sindicato, sacrificar a un delfín por negligencia y/o cholulismo está en sintonía. Los despidos ejecutados de este modo son demostraciones de poder que no forman parte de una estricta selección laboral sino de un ajuste de cuentas.   

Aunque la asociación de maltrato animal y macrismo me pareció forzada, es innegable que se respira en la calle una mezcla de estupor y desánimo, no frente a una orientación económica liberal –que incluso algunos estupefactos pueden haber elegido con todo derecho- sino, sobre todo, frente a los atropellos cotidianos. No es necesario ser o haber sido kirchnerista para percibir hoy esa fuerza oscura, parecida a la que emanan en Star Wars los guerreros Siths  cuando reivindican en el resentimiento la identidad de una casta. 

* Columna publicada en Cultura Perfil, el 20/ 03/16

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