domingo, abril 24, 2016

Trabajos naturales *


El FILBA tiene una sección titulada Bitácora, en la que dos escritores relatan  una misma experiencia vinculada a la ciudad en la que tiene lugar el festival.  En San Rafael me tocó hacer un trekking por Cuatro Cascadas, una zona cercana al Cañón del Atuel, poco después de una fuerte tormenta. Partí con la fuerte intención de escribir sobre la relación del hombre aburguesado con la naturaleza. De la caminata accidentada por las Siete cascadas, podría extraer una serie de conclusiones banales. La más obvia de todas: la promesa de un trekking tranquilo, concebido para cuerpos agarrotados por la rutina urbana, se transformó en una carrera contra la naturaleza y los restos de la tormenta. Al menos eso sentí frente a las arenas movedizas, los caminos sinuosos, las pendientes, las rocas escarpadas, la vegetación. Es llamativo cómo el contratiempo y el esfuerzo sustraen subjetividad a un cuerpo sin resto y lo sumergen en miedos absurdos: no pisar mal, prevenir una torcedura de tobillo, por ejemplo.
Confieso que las rutinas de la ciudad me volvieron una especie de anquilosado incapaz de gozar de la adversidad de la naturaleza. Quienes acceden a esa adversidad haciéndola propia, entrenan, o mejor dicho, trabajan el cuerpo. Mi experiencia más próxima al goce de la adversidad fue nadar un par de veces en mar abierto, bajo la calma que confiere saber nadar y, sobre todo, no temerle a esa forma de la naturaleza. De la montaña en cambio no sé nada, absolutamente nada. No me interpela y su mítica está momificada, para mí, en las postales color pastel de los Alpes. El guía en algún momento del trekking logró quebrar mi apatía y contó el significado de la palabra Atuel en idioma huarpe: llanto. Para explicarlo, introdujo una leyenda según la cual una mujer cautiva huye hacia la montaña, el refugio de los dioses, y se sacrifica saltando al vacío con su bebé, a cambio de lluvias. Desde entonces, dicen, el sonido del río imita el llanto de un bebé. 
Al escuchar al guía no puede evitar pensar que ese hombre amaba lo que hacía de un modo espontáneo: un amor sin esfuerzo. Valoraba su trabajo como si fuera un tesoro. Me vino entonces a la mente la certidumbre de que lo que gobierno actual logró en pocos meses es restarle sentido al trabajo. Aniquilar el lazo más preciado del hombre con su propia potencia. En definitiva, anular simbólicamente el trabajo, excomulgar la categoría de pueblo, vaciar los derechos de las clases trabajadoras y así desalentar la oposición humana.  Por esto mismo, hoy en día la única forma de supervivencia y resistencia va a ser una reivención del trabajo; eso que cada vez cuesta más y que, paradójicamente, va a valer más para cada uno de nosotros a medida que la tecnocratización nos vaya expulsando.  Trabajar hoy significa ir contra una noción de productividad que no está ligada a la fuerza del hombre, sino a la renta. Debido a su crueldad ideológica, el gobierno actual ha transformado el trabajo en un objeto sublime de deseo. El trabajo vuelve a ser un problema, un recurso en extinción y no ceder ante esa sustracción –que termina siendo una compra del alma, un pacto fáustico- es la única opción posible.
Más urgente que escribir sobre la relación del pequeño burgués con la naturaleza, es entonces replantear la relación del hombre y el trabajo. Me vuelve el recuerdo del guía en Cuatro Cascadas y se encarna ante mis ojos la imagen de alguien consumando su destino, contra el positivismo financiero. 

* Columna publicada en el Suplemento Cultura de Perfil, el domingo 17 de abril de 2016.

domingo, abril 03, 2016

Extraños en paraíso *

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Hace tiempo el espacio de la Patagonia se representa en el imaginario de los extranjeros como mítico, más allá de las historias de Bruce Chatwin y de las anécdotas ampliamente divulgadas sobre jerarcas nazis refugiados después de la segunda guerra. Una vez ahí, uno percibe ese carácter mítico en la naturaleza, en las edades que se apilan en la costura de lagos, bosques y montañas perdiéndose en un horizonte que parece estrellarse contra una frontera. Al borde de un lago como el Nahuel Huapi o el Traful, se percibe, al revés que en la pampa -donde el tiempo no pasa -, huellas de  las edades que pasaron antes del primer hombre.  Puede resultar muy conmovedor, o bajo la garra del turismo puede terminar siendo simplemente un decorado en el que esas fuerzas extrañas previas al humano no se manifiestan sino como decoración.  

Quizás con esa atemporalidad tengan que ver mis pocos recuerdos etnográficos de la Patagonia. En la mayoría de los lugares a los que entraba, detectaba una mueca de recelo. Sospechaba que todos los habitantes de alguna manera habían tenido un pasado en otro lugar y sólo podían vivir en la Patagonia un devenir clandestino. Como los cowboys del lejano oeste, llevaban en las facciones un rictus impertérrito que no se correspondía con una idiosincrasia, sino con un contagio del paisaje ancestral y quizás con la erosión espiritual del viento y las estaciones frías. En ninguna parte de la Argentina tuve la sensación tan patente de ser un extranjero. Y no porque los habitantes tuvieran raíces culturales profundas en el lugar, sino porque algo en la atmósfera, como en Twin Peaks, volvía extraño  a cada individuo que atravesaba el paisaje.

En las últimas semanas, esa misma Patagonia ancestral se volvió un decorado de unas pocas horas para la visita de Obama y la escapada en helicóptero de Macri a la estancia de un magnate inglés en las cercanías de Lago Escondido. A orillas del Nahuel Huapi tuvo lugar la segunda imagen emblemática y desoladora que define la nueva de relación entre Argentina y EEUU. La primera había tenido lugar en la EX EXMA pocas horas antes: Obama y Macri posan en la EX ESMA, camuflan diplomáticamente en su pacto antiterrorista un desplazamiento simbólico que despolitiza la lucha por los derechos humanos al ligarla al discurso de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo global.

La segunda imagen es muy distinta a aquella de Menem, en pantalones cortos, jugando al tenis con Bush, que ilustra la era de las relaciones carnales. En esta se ven dos parejas maduras, partidarias de la comedia del bienestar, vestidas de elegante sport, al borde de un lago. En esa foto hay un premeditado cambio de parejas y todo, desde los gestos, el maquillaje, la ropa, el teatral atardecer con recorte de montañas detrás, cuadra con una foto de campaña publicitaria de ropa. Macri sonríe con esfuerzo hacia Michelle mientras Awada y Obama se abrazan sonrientes. La escenificación, simulacro de amistad y convivencia aunque los cuatro sean extraños en el paraíso, representa muy bien lo que el PRO ha decidido proyectar puertas afuera. Puertas adentro, Macri, en lugar de avocarse gobernar, se obstina en demostraciones de autoridad cotidianas y agota la cuota de poder que le dio ganar elecciones, tal vez sabiendo que en última instancia el único tipo de poder que no se agota –y hasta ahí- en el autoritarismo, es el feudal o el patronal. 

* Columna publicada en Cultura Perfil el 03/04/16

Selección natural *


En algún viaje a la costa patagónica, un lugareño me aconsejó no rozar ni por casualidad la fauna marina del lugar.  Aunque no tenía en mis planes acariciar ningún pingüino o cetáceo, esa persona me dio buenos motivos. Si uno tocaba un pingüino, por ejemplo, confiscaba su destino social: intervenía de tal modo en su tejido que luego podían no reconocerlo y excluirlo. Esta idea –que el hombre condena al animal al dejar una huella en su imagen olfativa- me acompañó desde entonces y naturalizó visiones de lo más cruel. En Puerto Pirámides, observé horcas que se dejaban arrastrar hasta la costa con la marea y a velocidad relámpago atrapaban lobitos marinos entre sus fauces para luego retirarse con la resaca del oleaje.

Años más tarde, en alguna sesión de buceo en el Mar Rojo también presencié escenas de depredación submarina típicas. Pese a que esos episodios para mí estaban desenfocados siempre por cierta compasión hacia la especie más débil, la muerte no representaba un absurdo y presenciar el espectáculo transparente de la cadena de depredación y selección natural fue una experiencia única. Observar las defensas contra la depredación que las especies más débiles desarrollaban en el mundo submarino resultó todavía más fascinante: peces que para sobrevivir repentinamente se transforman en fósiles en el fondo del mar o se mimetizaban con  una planta. Cierta mañana, sin embargo, aparecieron en la orilla un grupo de cazones descabezados que el centro de buceo se ocupaba de criar y alimentar. Tras indagar, me enteré que se trataba de una venganza de pescadores beduinos. Una muestra gratuita de poder ante una población ajena a sus costumbres. Decapitaciones que no entraban en la cadena de la depredación sino en el negocio de la exhibición y el chantaje.  

Ya no es novedad a esta altura, pero la muerte de un delfín bebé a manos de groupies espontáneos de la fauna marina en Santa Teresita conmocionó a la opinión pública y podría también encasillarse en el negocio de la exhibición. Entre los apenados estuve yo. Las fotos que circularon en las redes mostraban a una multitud disputándose el cuerpo de ese lustroso cetáceo indefenso, como si se tratara de un nuevo Mesías, sólo para obtener una selfie.  En algún blog leí que el sacrificio de esta cría simbolizaba un cambio de época. Era un tipo de víctima diferente y podía considerarse, en el inconsciente colectivo, una manifestación de la torpeza que acompaña a este gobierno. En la línea de los despidos seriales ejecutados incluso sin respetar esa selección natural de corte empresarial tan ponderada por el Pro –talento, capacidad, liderazgo -, con el modus operandi de un patrón de estancia que supone tautológicamente que sus peones son vagos por ser peones o por afiliarse a un sindicato, sacrificar a un delfín por negligencia y/o cholulismo está en sintonía. Los despidos ejecutados de este modo son demostraciones de poder que no forman parte de una estricta selección laboral sino de un ajuste de cuentas.   

Aunque la asociación de maltrato animal y macrismo me pareció forzada, es innegable que se respira en la calle una mezcla de estupor y desánimo, no frente a una orientación económica liberal –que incluso algunos estupefactos pueden haber elegido con todo derecho- sino, sobre todo, frente a los atropellos cotidianos. No es necesario ser o haber sido kirchnerista para percibir hoy esa fuerza oscura, parecida a la que emanan en Star Wars los guerreros Siths  cuando reivindican en el resentimiento la identidad de una casta. 

* Columna publicada en Cultura Perfil, el 20/ 03/16

Polizón *



Durante varios días, en el año dos mil once, por culpa de las célebres cenizas volcánicas, quedé varado en el pequeño departamento de un amigo en Crown heights, Brooklyn, después de ir al aeropuerto y de que me anunciaran la suspensión por tiempo indeterminado de vuelos a Buenos Aires. La mayoría de los pasajeros exigía compensaciones por la suspensión –equivalentes a las retribuciones que recibe un escritor cuando va a una feria, viáticos y alojamiento-, pero las aerolíneas, alegando una cláusula de “catástrofe natural”, se protegían de cubrir la manutención irrestricta en la Gran Manzana de familias enteras que acampaban en el aeropuerto JFK.
Ante la mala nueva, y enterado ya por noticias previas de que la lucha contra la burocracia de las compañías de aviación estaba perdida, tomé la decisión de volver a lo del amigo que me había alojado el último día, antes de la vuelta. Emprendí el camino inverso, arrastrando una maleta gigante con ruedas que no giraban, y tomé el metro bajo un sol que a las diez de la mañana era abrasivo. 
Mi amigo me recibió con sorpresa y decepción. En su expresión parecía cifrado lo que vendría, una historia de abusos. En los días posteriores, enterado de mis dificultades para dormir en un sillón, me cedió su cama. Siguió con su rutina diaria, yendo al trabajo, pero yo permanecí en un limbo, ni como turista ni como habitante. Cada tanto llamaba a la aerolínea para saber si había novedades y me respondían que las listas de espera eran interminables. Me imaginé semanas varado en Nueva York, con ahorros eximios y una tarjeta sin fondos. De permanecer debería disponerme usurpar, además de la cama, el sueldo de mi amigo.
Para consolarme, casi persuadido de que Manhattan con sus museos y bares era parte de mi anterior estadía y no entraba en mi vida de polizón, empecé a deambular por el barrio con cierta pesadumbre: mi poco capital impedía exhibirle a mi anfitrión mi gratitud por el hospedaje, la cama y los víveres que incluían single malts y packs de cervezas Sierra Nevada. Aunque a diario se lo transmitía, mis fórmulas caían en saco roto, como las palabras de un borracho.
Después de dos semanas me di cuenta de que algunos vecinos mostraban una sonrisa al verme en la calle al mediodía, dispuesto hacer compras en el súper más cercano. Parecían complacidos de cruzarme, contrario a lo que sucedía semanas atrás. Tuve la impresión de que mi rutina escuálida los satisfacía. Comprobaban que no era un turista, ni uno de los tantos estudiantes falsos que a través de aportes de parientes ricos disfrutan de la vida americana sin trabajar. No, yo no disfrutaba de la vida, ni trabajaba. Que no hubiera incorporado una bermuda a mi vestuario y saliera siempre con un pantalón a rayas made in india con aspecto de pijama, corría a mi favor.  
Cuando empezaba ya a hacer migas con vecinos, recibí un llamado. Si lo hubiera recibido una semana después, quizás nunca habría regresado a Buenos Aires y nunca habría vuelto a escribir. Habría perseverado en mi aspecto de Bartleby en pijama. En el llamado en cuestión, una voz con acento latino me anunciaba que habían abierto un vuelo para los damnificados por las cenizas y podía reservarme un lugar. Yo dude, como si me ofrecieran publicidad engañosa. Mi amigo, que sin escuchar había leído el contenido de la comunicación en mi cara, me susurró: tomalo, ya. Fue una orden irreprochable que años después agradezco. 

* Columna publicada el 06/03/16 en Cultura de Perfil. 

Ruido blanco *


Conocí la historia de Denise cuando, de paso por Los Ángeles, recaí en la casa de un viejo amigo argentino. Alquilaba una monoambiente en el primer piso de una casa en Silver Lake, antiguo barrio yonki que se había vuelto un barrio cada vez más de moda y hábitat fértil para hipsters del nuevo milenio. En la planta baja vivía una mujer de setenta años, que ya no encajaba mucho con el barrio, pero que se vestía exactamente como en los sesentas. Quizás por eso mismo, la señora no saludaba, se quejaba por ruidos molestos, llamaba a la policía cuando algún extraño merodeaba la zona. Lo que no había hecho nunca, supuse que por miedo, era denunciar a los distribuidores de metanfetamina que vivían en la casa de enfrente.

Una noche mi amigo puso un disco que yo le había regalado para agradecer su hospitalidad. Le pedí que subiera el volumen y pasó a explicarme la susceptibilidad de su vecina de abajo. Tuvimos que escuchar The psychedelic sounds of 13th floor elevators a un volumen bajísimo. Apenas se fue al trabajo, al día siguiente, aproveché para poner el disco a todo volumen. Supuse que la vecina se habría ido al trabajo. Pero al rato escuché el timbre. Bajé el volumen. A través de la mirilla me asomé y vi unos ojos celestes incrustados en un rostro huesudo, piel arrugada y curtida por el sol. 

Me preparé para lo peor: queja por ruidos molestos, amenaza de llamar a la policía. Abrí dispuesto a pedir disculpas, explicar que era un huésped y desconocía los usos y costumbres del edificio. Pero antes de que pudiera decir nada, ella, como en trance, se tomó la libertad de entrar al departamento y buscar con la mirada algo, quizás el origen de la música. Recién cuando vio el disco girando, pareció buscar mis ojos y pedir disculpas. Me dijo que hacía cuarenta años que no escuchaba la voz de Roky Ericson. Tal vez, si yo no lo hubiera puesto, nunca se habría reencontrado con su voz. Me dijo que ahora, escuchándolo, se sentía tan joven y desgraciada como la noche en que habían internado a Roky. “Los salvajes del servicio de salud”. Me llamó la atención escuchar en boca de una anciana afirmaciones tan tajantes. Pensé que desvariaba. Ella, como si me leyera el pensamiento, me dijo que en los sesentas, antes de mudarse a California, había conocido a Jannis Joplin cuando no era Janis Joplin. A través de ella se relacionó con el amor de su vida, Roky Ericson. Fue su amante hasta que la policía lisérgica de ese entonces lo confinó a un psiquiátrico y lo arruinó para siempre. Después de eso, ella se mudó a Los Ángeles y no supo nada más del cantante de 13 th floor elavators. Pasó años de aislamiento, dándole la espalda ya a cualquier tipo de experiencia lisérgica, junto a hombres torpes que parecían cortados a imagen y semejanza de Ronald Reagan.  Finalmente terminó trabajando en la alcaldía como asistente social y obtuvo su jubilación durante el mandato del actor y fisicoculturista Arnold Schwarzenegger. La psicodelia, The 13 th floor elevators, para entonces ya habían quedado lejos, en la historia de otro mundo. 

Terminó su relato y esperó mis palabras, ansiosa. Le dije que envidiaba su vida. Enseguida me sentí torpe y me apuré a explicarle que en general envidiaba a todos los que habían tenido oportunidad de atravesar la juventud en los sesenta. Como si yo acabara de decir una gran estupidez, se dio vuelta y salió sin cerrar la puerta. El lado A del disco hacía rato se había acabado y la púa amplificaba un ruido blanco.  

*  Columna publicada en Perfil, el 21/02/16