martes, febrero 09, 2016

Milagros liberales


Con los años empiezo a entender que la vida del free lancer es sacrificada. El free lancer, contra lo que supone la mayoría, nunca descansa realmente, siempre está por empezar algo nuevo y terminar algo viejo. Es decir, siempre tiene algo pendiente en la cadena de producción. La mitad del día la invierte gestionando cobros, emparchando errores en formularios o facturas. La otra mitad del día la invierte avanzando en decenas de trabajos dispersos que exigen una concentración imposible de alcanzar. Esta  dedicación es desgastante. Cuando llega el momento anhelado de zambullirse en labores más personales y caprichosas, el free lancer está extenuado mentalmente y piensa en escapar. El beneficio no reconocido del free lancer es, entre otros, viajar sin fecha de retorno, en cualquier temporada, a contrapelo, sin pedir vacaciones. Un free lancer puede desaparecer del mapa sin aviso y nada lo inculpa. Casi como un adolescente que emprende un viaje de mochilero.
Un poco de ese modo, a los diecinueve años, empecé a viajar por Europa. Terminaba el ciclo menemista y ese viaje era la última bonanza ficticia de la convertibilidad. Me quedan varios recuerdos, como encontrarme con un continente con aduanas, monedas nacionales, que no era suntuario como ahora, bajo la Unión europea, y que tenía todavía, en las postrimerías del siglo XX, una relación conflictiva con su propia historia. Se percibía en España, en Portugal, en Polonia, Hungría y República Checa, una especie de transición incierta hacia otro sistema –no económico, sino de tradiciones-.
Berlín estaba siendo reconstruida y las grúas que poblaban las calles transformaban la ciudad en un territorio salvaje y ambiguo, casi una prolongación del Berlín de Wim Wenders en Las alas del deseo. De ese Berlín en vías de unificación pero dividido anímicamente no ha quedado mucho. Sobre ese fantasma creció una ciudad cosmopolita e igual de deslumbrante que la anterior, pero con un alma distinta. El cambio de alma en una ciudad podría ser un tópico literario, aunque se explore pocas veces. Supongo que en unos años La Habana va a experimentar ese cambio de alma.
Aquel viaje culminó por accidente en Estambul y una anécdota resume la manera en que en aquel entonces Argentina, como es posible que suceda de nuevo, se divulgó como milagro neoliberal. Todos los días a la noche, después de comer, pasaba por un carrito de bananas que se instalaba cerca de la Mezquita Azul. Cierta vez el vendedor, un anciano iraní licenciado en economía que había estudiado en Nueva York en los sesenta y había tenido que exiliarse de Irán tras la revolución islámica, me preguntó en un inglés impecable si tenía en Argentina alguna oportunidad laboral: había leído que la economía del país era pujante, que los sueldos superaban el promedio y que encima no pedían visa. Recuerdo haber dudado y pensado que por efecto de la especulación  financiera, esa fantasía se había vuelto incluso veraz para los argentinos y había llegado a oídos de un refugiado iraní. Para no decepcionarlo, le prometí averiguar el asunto. No le aclaré que el costo de esa buena prensa global había sido desempleo y endeudamiento. Un año después recibí en Buenos Aires una carta suya, pidiéndome novedades. Evité responder, porque la letra manuscrita parecía la de un hombre decidido y dispuesto a partir a un país en ruinas. 

* Columna publicada en Perfil Cultura el 13/12/15

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